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Terapia Forestal y Ecopsicología

He aquí una sinfonía de raíces que se adentran en el alma, donde los árboles no solo susurran, sino que cantan en lenguas ancestrales que a veces solo la piel puede traducir. La terapia forestal y la ecopsicología se parecen más a un veneno dulce que a una medicina predecible; ofrecen un caos organizado, un abrazo de hojas y ramas que desafía la lógica de la ciudad y devasta la racionalidad con su belleza salvaje. Desde la perspectiva de un biólogo que haya olvidado por qué le interesa la vida, estas prácticas tejen conexiones que parecen tan improbables como ver a un elefante haciendo malabares en una colina de arroz, pero que en su esencia invitan a que el ser humano olvide su condición de espectador y comience a formar parte del teatro del bosque.

Casos prácticos emergen como esqueletos en un armario de aventuras improbables. En un bosque de montaña en Suiza, un psicólogo institucionalizó sesiones de terapia en árboles milenarios, donde pacientes con trastorno de ansiedad encontraron su consuelo en la solidez de raíces que parecían más antiguas que la propia historia humana. Un día, una mujer que había perdido su capacidad de empatía hacia otros animales se quedó horas en silencio en un claro, tocando la corteza de un pino. Cuando salió, sus ojos reflejaban la misma fragilidad y grandeza de la madera, como si la naturaleza la hubiese zumbarizado con un código genético de empatía perdida. La naturaleza dejó su huella en ella, no con palabras, sino con la promesa de que la psique y el árbol son más que vecinos en un paisaje pacífico; son iguales en su fragilidad y en su fuerza indómita.

Se puede plantear que, en realidad, el bosque funciona como un espejo alquímico en el que se transmutan miedos en raíces, angustias en ramas, y la desconexión en un entrelazamiento de ecos que reverberan en el sistema nervioso. La ecopsicología, en su forma más radical, desafía las formas convencionales de curación, como si intentáramos arreglar un reloj con engranajes de fantasía: cada intervención busca reactivar una resonancia cósmica que hace que los humanos se sientan menos como tiovivos de carne y más como lombrices en un suelo grande. La terapia forestal no es solo un paseo, sino un acto de comunión con el tiempo y la tierra, donde el tiempo parece dilatarse en la lentitud de las hojas y la tierra se vuelve un libro abierto de cicatrices y nuevas hojas.

Un ejemplo concreto de la utilidad de estas prácticas se encuentra en un centro de rehabilitación en Nueva Zelanda, donde pacientes con trastorno de estrés postraumático encontraron en la siembra de árboles una manera de reaprender la paciencia y la confianza en que las heridas, como los bosques, necesitan tiempo y cuidado. En una ocasión, un veterano de guerra desafió las expectativas y empezó a hablar con un roble, como si este pudiera escuchar no solo sus palabras, sino también su historia de traiciones y resignaciones. La biología molecular del árbol parecía absorber sus palabras, convirtiéndolas en nutrientes invisibles que alimentaban sus raíces de esperanza. La terapia basada en este tipo de ecopoiesis cuestiona toda noción lineal de sanación, proponiendo, en cambio, un ciclo de poda y crecimiento donde no hay ni buenos ni malos, solo un ecosistema emocional en perpetuo equilibrio y desequilibrio simultáneo.

¿Qué si la tierra alguna vez fue una conciencia terrible y amorosa en estado de latencia, y solo ahora, en su lenta liberación, nos permite ser conscientes de que en esa red de raíces y ramas habita también nuestro propio desconcierto? La terapia forestal y la ecopsicología trasladan la atención desde los hospitales y clínicas hacia aquel rincón olvidado donde los árboles se convierten en guardianes de nuestra psique fragmentada, en arquitectos de un orden que, como el caos del bosque, nunca fue realmente orden. En sus ramas, las heridas dejan de ser heridas, y en sus raíces, la pérdida se convierte en un acto de fe en la continuidad infinita de la vida, aun cuando parezca que todo se ha perdido en un silencio de hojas caídas.