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Terapia Forestal y Ecopsicología

Mientras la luna se cuela entre las ramas como una sastre que revela secretos del bosque, la terapia forestal emerge como una alquimia moderna que transfigura la relación entre humanos y árboles en un ritual casi ancestral. En un mundo saturado de pantallas y zumbidos tecnológicos, el acto de sentarse debajo de un roble, tocando la corteza como si buscase descifrar un código milenario, se asemeja a escuchar las arrugas de una abuela cerrando un ciclo, solo que en lugar de palabras, recibe el lenguaje silente del tacto y la respiración del bosque.

La ecopsicología, en su faceta más radical, actúa como un espejo distorsionado que refleja no solo al ser humano, sino su reflejo en un agua turbulenta de ecos y conexiones olvidadas. Piensa en un paciente que, sentado en una selva urbana donde el cemento devora las raíces, descubre que su ansiedad es una extensión de un árbol caído en su infancia, un árbol que nunca pudo crecer porque lo enterraron bajo capas de concreto y silencio. La terapia forestal no es solo sentarse en la naturaleza, sino convertirse en una especie de explorador de cuevas emocionales, donde las raíces y ramas representan las heridas y potenciales de una identidad fragmentada pero aún viva.

Casos prácticos no son siempre narrativas lineales; algunos parecen salidos de un sueño en el que el tiempo se curva y las leyes de la física se repliegan. Consideremos a Laura, una ejecutiva de finanzas que, tras años de estrés acumulado, encontró en un bosque de pinos la metáfora perfecta: como esos pinos que parecen desafiar el viento, ella empezó a practicar técnicas de respiración que la volvieron una especie de árbol ambulante, anclada en su propio suelo interior. Con cada sesión, la naturaleza dejó de ser un escenario externo y se convirtió en un espejo interior, donde las heridas de la infancia —igual que los riscos calcáreos— permanecen en silencio, aguardando ser desfenestradas con paciencia y el tacto de un terapeuta sensible a los susurros de las raíces.

Por otro lado, supongamos a un grupo de jóvenes en un rincón remoto de la Patagonia, donde la Patagonia misma parece un libro abierto con páginas de hielo y fuego. Estos jóvenes, enfrentados a su propia desolación existencial y cercanía a la extinción de especies, participan en un proyecto de reforestación emocional. La ecopsicología les permite no solo plantar árboles, sino sembrar en el suelo de su consciencia una esperanza tan viva como la savia que circula por las venas de los árboles que han plantado, transformando su nihilismo en una danza entre la naturaleza recuperada y su propia resurrección personal.

Alguna vez, en un caso cuyo suceso se filtró en los medios, un ex banquero que perdió el olfato de la alegría, recuperó sus sentidos en un bosque donde los arbustos parecían guardar secretos que solo pueden ser escuchados con una sensibilidad inusual. La terapia forestal, en ese escenario, se reveló como un acto de alquimia emocional donde el lenguaje no verbal, la respiración compartida con el bosque y la conciencia del polen, lo llevaron a redescubrir sentimientos que había ocultado en los sótanos de su mente, como si los árboles le susurraran: "Recuerda que solo lo que es enterrado puede volver a crecer".

En esta intersección entre ciencia y cosmovisión ancestral, la ecopsicología se puede imaginar como un caparazón en el que el alma del ser humano se convierte en un hóspede indeseable en un tiempo que vuelve cíclico, como las mareas que nunca dejan de acariciar la orilla. La terapia forestal, por su parte, actúa como un ritual de resurgimiento que pide, más que una explicación racional, una escucha activa de los murmullos que atraviesan la corteza de una experiencia vital. Como si cada árbol fuese un libro abierto donde, en lugar de letras, los susurros del viento escriben historias de sanación. Sin duda, en esta danza entre raíces y pensamientos, el lenguaje es un idioma que aún no comprende por completo la ciencia, pero que en su anomalía revela secretos que podrían transformar la manera en que entendemos nuestra relación con la tierra y, por ende, con nosotros mismos.